El cine de Patricio Guzmán sigue
en plena evolución, el relato documental histórico se hace más complejo, más
poliédrico; sus relatos ya no van encaminados a un resultado concreto a través
de un hilo conductor comprensible desde el inicio. Al tiempo que sus historias
se van haciendo más sintéticas, su contenido aumenta en complejidad. A la prosa
reposada, casi poética del director, le acompañan imágenes que trascienden la
pequeñez del ser humano. En un camino de lo más general a lo más particular,
Guzmán, como ya hizo en “Nostalgia de la luz”, utiliza la astronomía, la
geología, la antropología, la geografía y la historia para demostrarnos que las
eras, los milenios, no nos cambian, que frente a una esencia humanista,
pacífica, libre; siempre va a terminar surgiendo la respuesta violenta,
exterminadora, irracional; de algún grupo de poder. Guzmán no olvida sus
orígenes ni los de los pueblos del sur de Chile, de esa Tierra del Fuego inhóspita
y en la que difícilmente uno puede imaginar sobrevivir en condiciones cercanas
al paleolítico. De cara al mar y en
convivencia armónica con su entorno, los pueblos indígenas llegaron y se
asentaron en esos territorios, ajenos a los dominadores incas, a la
colonización española, a las guerras de independencia, al nacimiento de Chile
como estado. Una ignorancia que terminó de golpe, hasta que el progreso hizo
más fácil explorar y llegar a los confines de un continente, cuando la llamada civilización
encontró recursos naturales que explotar, e indígenas a los que exterminar.
Ganadería y minería prevalecieron sobre los derechos intemporales de unos 10000
habitantes, que también eran chilenos. Hoy en día apenas un puñado de ellos
conservan sus antiguas lenguas, un puñado que ni tan siquiera tiene permiso
para navegar con sus canoas por las aguas del canal del Beagle, por las
atemorizantes aguas del cabo de Hornos, dependiendo de permisos de la Armada,
la misma Armada que, siglo y medio después de la llegada de los ganaderos a los
territorios, usó los mismos como campo de concentración y de exterminio.
El relato de Guzmán se transforma
en líquido, el agua es el elemento que conforma el documental como sinónimo de
vida. Desde el cometa que transportó toneladas de y sembró el origen de la vida
en el planeta, hasta el mismo agua que sepulta y esconde los secretos más
infames, o parte de ellos, de la historia más reciente del país. Los primeros
recuerdos de Guzmán le remontan al océano como un lugar de miedo, el ente
abstracto que arrastró, y no devolvió, a un amigo de la infancia. El mar como
un elemento al que el país ha dado la espalda, más interesado en rebasar el
otro lado de la Cordillera que en explorar su frontera natural más larga y más
accesible. Quizás sea la culpa la que aleja a Chile de su océano y le hace
ansiar la tierra, olvidar el vértigo de una superficie que no se puede pisar y
en cuyas profundidades los monstruos más temibles proceden del propio hombre.
Guzmán va conduciéndonos, de manera imperceptible y sosegada, de lo más alejado
en el tiempo a lo más próximo, y siempre con el nudo que se aprieta en torno al
desastre y con Chile en el objetivo, ese Chile que se extiende como un objeto
frágil y delicado ante nuestros ojos para demostrarnos su extensión anómala,
extraordinariamente largo y extraordinariamente estrecho, una faja de tierra
empujada por el océano y los Andes, asfixiada por la naturaleza y dispuesta a
que sus hombres exploten por pura violencia. El cine del director chileno está
indisolublemente unido a la historia más reciente de su país. Unido sentimental,
e ideológicamente, al proyecto revolucionario (por igualitario y progresista)
de Allende. Sus películas no serían lo mismo, ni podrían serlo, si la bestia
inhumana de Pinochet y sus secuaces militares y económicos no hubieran
intervenido con el golpe de septiembre de 1973. Guzmán ha conseguido ir
trazando un eje reconocible en sus
películas para dejar un testimonio objetivo de unos años de crímenes, de
asesinatos impunes, de desapariciones, de torturas. Al igual que les ocurrió a
los nativos de Tierra de Fuego, en los años de plomo de la dictadura fascista
de Pinochet, hubo carta blanca para exterminar. 1 dólar por testículo, 1 dólar
por pecho, 1 dólar por oreja de niño, los indígenas fueron cazados como
animales, con el amparo del ejército chileno, por los ganaderos. Un siglo largo después, los mismos militares,
con ayuda de civiles, vivieron para el exterminio del rival político durante
más de una década salvaje. Guzmán ha recogido el testimonio de la memoria sin
necesidad de ser tildada de histórica, nadie ha olvidado ni nadie puede
perdonar cuando muchas de las víctimas permanecen escondidas, desaparecidas, en
una especie de doble muerte.
Los hilos que va lanzando Guzmán
nos atrapan en una historia de dolor y desesperación tras un bello preámbulo
poético sobre la inmensidad del mar, la belleza del agua, su maleabilidad
infinita frente a la inmutable necedad humana. El director deja un doble
testimonio en su película, el de los últimos herederos de los originales
habitantes, y el de los supervivientes del campo de concentración pinochetista
en la zona, a ambos les da la palabra y su palabra queda guardada para la
memoria de las generaciones futuras. E
igual que los nativos eran capaces de reflejar el universo en sus cuerpos
pintados, los astrónomos que trabajan en Atacama, dibujan el mapa celeste a un
ritmo de un planeta por día. Si el estallido de una supernova coincidió con la
cruenta represión dictatorial eso no refleja más que la realidad del eterno
retorno de la destrucción que nos acompaña como habitantes de un espacio sin
fín y sin posibilidad de ser conocido. La violencia del pasado en forma de
liberación de energía, que llega hasta nosotros de manera remota a la velocidad
de la luz, se transforma en la violencia del hombre sobre el hombre. Las
enigmáticas pinturas de estos habitantes les acercan al universo a la misma
velocidad que nosotros nos separamos exterminando personas, ellos pretenden
acercarse a sus antepasados mientras nosotros nos remontamos a un estado de
salvajismo prehumano.
Incluso cuando el hombre pretende
ser humanitario, solidario, cercano; es capaz de generar el mal. Los ingleses y
los colonos contagiaron enfermedades que minaron la salud de los aborígenes,
les enseñaron el alcohol, las drogas, la violencia que no ejercían entre sí, y
cuando se volvieron molestos, directamente les exterminaron. Aquellos que no
necesitaban usar las palabras “dios” y “policía” las sufrieron en sus propias
carnes en nombre de ambos. Pretendieron, nuestros queridos británicos,
demostrar que los indígenas eran adaptables a la vida de la metrópoli, y bautizaron
a uno de ellos como Jimmy Button, transportándole a Londres a cambio de un
puñado de botones de nácar. Fue un viaje de ida y vuelta del que no se
recuperaron, ni Button, ni el inglés que le extrajo de su tierra. Pasados unos
años, devuelto a su tierra, Button volvió a despojarse de sus trajes burgueses,
se volvió a dejar crecer el pelo, volvió a pintarse el cuerpo, caminó desnudo
por la inmensidad del paisaje nevado, pero nunca volvió a ser el mismo, nunca
consiguió volver mentalmente a su mundo. Aquel viaje físico de meses le
transportó en el tiempo desde la casi prehistoria a la edad industrial, y de
paso acabó con su libertad y su identidad, del mismo modo que acabó con la del
inglés al que se le ocurrió la idea, que no pudo superar su sensación de
culpabilidad. La película culmina con un cierre fantástico, un bucle de la
historia que termina juntando dos botones separados por más de un siglo de
distancia. Un botón que sirvió para cruzar el mar y otro que volvió del mar
para recordarnos cómo somos capaces de comportarnos. En ese camino, Guzmán recreará
los métodos de desaparición del pinochetismo usando el mar, ese mar, ese océano
al que el director mira como ausente desde las imágenes de “Filmar obstinadamente”,
esa otra película en la que el cine de Guzmán y el propio Guzmán se transforman
en protagonistas, mientras aqu,í es su sentido visual excelso, su capacidad
para llegar a un punto concreto desde la inmensidad de la historia del planeta
a lo largo de eras, lo que nos acerca a la inmensidad de una obra que merece el
calificativo de antológica, de soberbio retrato de generaciones pasadas,
presentes, futuras; obligadas a depender del agua, y a mirar frente a frente a ese océano que nos
devuelve historias, retos, tragedias, supervivencias y crímenes.
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