GOODNIGHT MOMMY (Ich seh Ich seh, Severin Fiala y Verónika
Franz, 2014)
Me encantaría leer algún estudio
sociológico que relacionara sociedad y cine en Austria. No puede ser, y ya lo
he escrito alguna vez, que todo el cine austriaco que se llega a ver contenga
un alto grado de violencia, de extrañamiento, de represión, de religiosidad
perversa que machaca al individuo, de alienación familiar. No es lógico que uno
de los países con mayor índice de bienestar de la Europa Occidental refleje en
su cine una sociedad carente de atractivo, sino directamente repulsiva. Con
Haneke a la cabeza, pero secundado por otros cineastas igualmente potentes como
Seidl o Haussner, esta película austriaca transita el mismo sendero malsano, el
mismo recorrido de violencia familiar, la misma incertidumbre desasosegante de
sus precedentes, y lo hace con maestría, con un tono que se mantiene y que, así
tenía que ser, decae cuando obtenemos la respuesta, pero que hasta ese momento
permite disfrutar de una de las películas más aberrantemente violenta de lo
últimamente visto, violencia justificada, pero violencia extrema y cruel,
violencia que procede de donde no podemos imaginar tal perversidad.
El bosque como elemento
catalizador de mentes perturbadas y complejas, un bosque que rodea una casa de
ensueño al borde de un lago, un bosque que, como complemento, en el lado opuesto
presenta un campo de maíz, árboles densos y maíz crecido ambientan las primeras
escenas de la película cuando Lukas y Elías, aunque preferentemente durante
gran parte de la película sólo oigamos el nombre de Lukas, vagan solitariamente
sin presencia de adultos, dos gemelos inseparables, dos gemelos que se miran y
se hablan poco, miradas de complicidad y conocimiento sin palabras, los niños
del maíz y del bosque, dos elementos concurrentes y recurrentes en las
películas de terror, desde el blockbuster más taquillero al subproducto de
serie Z, pero la calidad no la da el tema, sino la forma y el fondo, y de ambos
anda sobrada esta película. Niños que se mueven en una casa vacía hasta que
aparece la máscara. Una máscara oculta una identidad pero también representa la
metamorfosis, debajo de la máscara, del vendaje, unos ojos y una boca quedan
visibles, pero no el rostro. Bajo la máscara de una operación traumática está
la madre de Elías y Lukas, pero el paso de los días incrementa la sensación de
ambos niños de que esa persona que está ahora en casa con ellos no es su madre.
O no es su madre, o no
corresponde al recuerdo de esa madre. Brochazos de paranoia o brotes de
realidad, fogonazos de ausencia de cariño recíproco y la permanente sospecha de
un recuerdo reciente y muy doloroso. Lo cierto es que la situación va
encaminándose poco a poco hacia un estallido peligroso. Cuando los menores
temen por su integridad y emprenden la huida para ser devueltos por el cura con
el que se han refugiado entendemos que hay algo más en la historia, el terror
hacia esa presencia que entienden extraña puede verse debida a algo que se nos
escapa pero que corre por la psique de la mujer y de los pequeños. La religión
empieza a cobrar un peso determinante más como superstición que como creencia,
el deseo religioso se coloca en un primer plano para conseguir un objetivo,
desenmascarar al impostor o confirmar su identidad. La cruz católica se muestra
más como símbolo amenazante que como símbolo de redención o de paz, una cruz
conjura a los hermanos, una cruz presidirá los sacrificios y una cruz se
refleja en un cielo ficticio conseguido en la habitación mediante lámparas
nocturnas que proyectan sombras de estrellas.
No es sino al final de la
película cuando todas las piezas encajan y los temores se confirman,
efectivamente hay impostura y ocultación pero no en lo presentado sino en lo
ocultado hasta entonces. Al ver lo externo desconocemos lo interior y nos
dejamos atrapar por lo aparente, ante dos niños cualquier adulto se transforma
en sospechoso. Desaparecida la máscara, aquello que siempre estuvo visible es
ocultado, ojos y boca, lo más reconocible en un rostro que puede haber mutado
como consecuencia de un accidente que se cita pero que no se concreta. Ojos y
boca que no se quieren ver para no enfrentarse a la realidad. Lo bueno y lo
malo del ser humano lucharán durante una noche infernal purificada por el
fuego. Cruces y fuego, la idílica mansión burguesa a punto de derrumbarse por
una separación matrimonial, queda en la encrucijada del enfrentamiento entre lo
secular y lo divino. La amenaza del fuego siempre presente y la obsesión de la
madre, o presunta madre, por retirar de las pertenencias del hijo todo aquello
que pueda generar fuego, las pistas están sembradas en el relato, hace falta
recogerlas aunque, lo normal, es que esas semillas germinen después de pensar
sobre lo visto, porque mientras asistimos al desarrollo bastante tenemos con
aceptar lo que vemos y no desviar la mirada.
A lo inquietante de la historia
le complementa un exquisito tratamiento
visual del interior y del exterior de la casa, la amenaza en un pasillo vacío o
en un conjunto de puertas interiores cerradas sistemáticamente con llave. Las
fotografías a gran tamaño que cubren las paredes de la casa recogen la silueta
de una mujer que comprendemos que es la madre, esas fotografías están todas
ellas borrosas, difuminadas, apenas existe comparación objetiva para los
menores de la fisonomía anterior y la posterior, algo a lo que se une la
desaparición de los álbumes fotográficos de una gran cantidad de fotografías,
todas aquellas en las que aparecía el padre, padre que es mentado una sola vez
por uno de los niños como equivalente a libertad, a alegría, a que se les
dejaba hacer cosas que ahora aparecen, sorpresivamente, prohibidas, ha cambiado
el “marco legal”, la madre pasa a ejercer una autoridad que, previamente, había
sido más laxa, más permisiva. Todo se conjuga para que los menores aumenten sus
sospechas.
En el juego de cruces se
representan dos realidades, por un lado el catolicismo imperante en la sociedad
austriaca, pero por otro la falta de confianza en esa cruz, una cruz
bamboleante nos presenta al cura que traiciona una confianza de los menores, a
una cruz se entregan los menores para ser ayudados sin respuesta, una cruz que
se sostiene sin equilibrio y se mueve de un lado a otro, y una Cruz Roja, la de
la ONG, es incapaz de ayudar a quien pide auxilio por ser incapaz de
interpretar las señales, las cruces como inservibles en definitiva. Por último
prevenir al espectador, su tramo final es extremadamente duro, extremadamente
perverso, sádico, doloroso, prepárense para asistir a una representación
derivada de “Funny Games”, no hay misericordia, no hay vuelta atrás, si empieza
una tortura hay que terminarla hasta las
últimas consecuencias, sin fueras de campo, sin elipsis. Las pesadillas
terminan convirtiéndose en realidad cuando una mente enferma las lleva a cabo,
ahora solo falta que descubran quién y dónde está la mente enferma y dónde la
redención y la felicidad.
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